Llevo poco tiempo “ejerciendo” como periodista, y todavía hay ciertas rutinas que se me hacen cuesta arriba. De momento, aún me siento como un pulpo en un garaje, y algunas costumbres, vicios y prácticas me chirrían, por antiguas, por inmovilistas, por conformistas. Un ejemplo:
Esta mañana, un alto cargo municipal, electo, de un ayuntamiento de la comarca, ante mis requerimientos y preguntas sobre un tema de actualidad -de su ámbito exclusivo y total incumbencia- me espetó por primera vez una frase que, seguramente, voy a escuchar muchas más veces de aquí en adelante.
Poca importancia tiene ya el tema que me hizo ponerme en contacto con la extensión número seis, o la pertinencia de mis preguntas. Menos importancia aún, saber quién me saludaba al otro lado del hilo. Se dice el pecado, no el pecador, máxime si, como creo, este simple pretexto puede extrapolarse a muchos políticos de todos los ámbitos. Y, puesto que nada obtuve, poco puedo reprocharle a este funcionario público. Pero su respuesta me dolió como un cachete a un niño que, insistente, pide a sus padres algo que cree suyo y quiere para sí.
En fin. “No voy a hacer declaraciones”, me dijo. Me pilló por sorpresa, lo confieso. Me quedé en silencio al otro lado del teléfono e, ingenuo, respondí: “¿Disculpe?”. Entonces procedí a repetir mis preguntas y motivaciones. Justifiqué, casi avergonzado, la oportunidad de mi llamada. Nada. “No voy a hacer declaraciones”, repitió.
Trabajar en la radio tiene un ritmo trepidante, y los segundos se pagan a precio de oro, así que, antes que alegarle cualquier reproche que complicase la escaleta, suspiré y, cortésmente agradecido, colgamos el teléfono.
El informativo del mediodía salió adelante sin esa declaración. De hecho, el tema que trataba apenas tuvo relevancia en la feroz jerarquía en la que pelean todos los días los temas de actualidad para alzarse con sus diez minutos de gloria.
Pero reconozco que no pensé en otra cosa durante las siguientes horas. Aquella negativa me hirió, por injusta. ¿Hasta qué punto puede un representante de los ciudadanos negarse a responder a los medios, que, en ejercicio de su labor de mediadores imprescindibles, solicitan información de su competencia? ¿Acaso un alcalde o concejal puede no tener “nada que decir”, sólo porque así lo desee, en perjuicio (siempre a mi juicio) de las responsabilidades intangibles de su cargo? ¿Puede, en definitiva, una persona elegida para gobernar y representar a los demás –y, en democracia, responder ante ellos-, negarse a los requerimientos informativos de sus conciudadanos, sin una justificación adecuada?
Salgan otra vez los actores, pero cambiemos el escenario. Y ahora, ¿pueden y deben los medios y los ciudadanos darle la espalda a este mismo cargo público cuando desee que se escuche su voz públicamente? ¿Deberían los medios cerrar las puertas a los cargos elegidos, esquivos durante todo el curso y diligentes cada cuatro años, cuando llaman a las redacciones pidiendo repercusión mediática?
Yo, de momento, no tengo las respuestas absolutas a estas preguntas, sólo estoy aprendiendo. Y esta mañana he aprendido que, la próxima vez –seguro será pronto-, no me morderé la lengua antes de colgarle el teléfono al cretino repentinamente reservado al que he dado mi voto.